Ciro Guerra y «Los viajes del viento»

Cada pueblo, por pequeño que sea, tiene su propio ritmo musical

Por Sergio Raúl López

Escasas décadas atrás, en la Colombia caribeña, el más útil y confiable medio de comunicación con que contaban las minúsculas e inúmeras localidades campesinas era la música, la música cantada, la música ambulante, la música campesina. Y las noticias corrían en las alforjas, en los dedos, las gargantas y la memoria de los juglares, esos sinfónicos errantes cuya versada con el acordeón ceñido al pecho esparcía las noticias de la región.

Ciro Guerra. Foto: Sergio Raúl López.

Eran mucho más, claro está, que las simples estrellas del acordeón vallenato que conoce el público mayoritario actualmente, pues más que emplear su virtuosismo para amenizar los bailes de masas desde un gran escenario, aquellos viejos maestros conocían los ritmos y palabras propicios para los casamientos, los nacimientos y los entierros, para propiciar buenas cosechas e incluso para sanar o para fulminar a cualquiera. Aunque esas figuras prácticamente se hayan extinguido en la actual Colombia, permanecen en el imaginario popular, en el repertorio de este género popular, eminentemente mestizo, pues se interpreta tradicionalmente con un instrumento europeo: el acordeón diatónico; otro más indígena: la guacharaca; y un tercero de percusión con raíces africanas: la caja vallenata.
Y justo 1968 fue el año que el realizador colombiano Ciro Guerra eligió para recrear las entrañables travesías por bosques, playas, desierto, lagos y nieves de un curtido intérprete de vallenatos, junto con un aprendiz adolescente, mismas que incluye la participación de ambos en el primer Festival de la Leyenda Vallenata, en Valledupar, que desde entonces se celebra cada abril.
Originario de esa misma región –nacido en Río de Oro en 1981–, Guerra cursó estudios cinematográficos y televisivos en la Universidad Nacional de Colombia y dedicó cinco años completos con su productora, Ciudad Lunar, tras estrenar su primer largometraje: La sombra del caminante (2004), a investigar y profundizar su conocimiento de la región, más que desde el folclor desde un ánimo por retratar la cultura profunda de la Colombia atlántica, con sus peleas de gallos y con machete, sus fiestas y apuestas, el aguardiente y el núcleo de la cultura vallenata: la parranda, la fiesta de varios días bajo la fronda de un árbol.
Baste saber, para corroborarlo, que aunque la cinta fue incluida en la sección «Una cierta mirada» del Festival de Cannes, donde ganó el premio Ciudad de Roma, y a decenas más, Los viajes del viento (Colombia-Holanda- Argentina-Alemania, 2009) fue vista por primera vez precisamente el 30 de abril de 2009 en Valledupar durante el Festival de la Leyenda Vallenata. La cinta, máxima ganadora de la primera edición de los premios Macondo que la Academia Colombiana entregó en 2010, se encuentra actualmente en la cartelera mexicana bajo distribución de Interior13.

-Las músicas tradicionales no pueden aislarse de las funciones comunitarias que cumplen, como se empeña en hacer la industria del disco.
-La música es inseparable del contexto donde nace y realmente la cultura del Caribe es muy abierta: la gente está muy dispuesta a compartirla, no es egoísta o cerrada. Pero los indígenas de la Sierra Nevada se han cerrado como un mecanismo de defensa ante la invasión y la violencia; con ellos fue un trabajo de un año porque es más difícil de acceder para alguien de fuera. Sin embargo el resto de las culturas son muy abiertas, todo el mundo está dispuesto a compartir. Por eso fue muy fácil conseguir a los actores naturales, porque todos querían participar. Hay un gran sentido de la amistad, de compadrazgo y de unión, y la gente no ha perdido esos rasgos a pesar de ser una tierra que ha sido azotada por la violencia. La sola parranda es la base esencial del orbe del vallenato: es una celebración de la amistad y de la vida. Es una música que pierde mucho al ser separada de su contexto.

-El paisajismo y el naturalismo son muy importantes para la película, el entorno es un personaje más.
-Obviamente la recreación de una época siempre tiene sus complicaciones respecto a la producción, pero en la película nos enfocamos siempre en el ambiente, en la naturaleza que ahora está muy modificada. Ese paisaje ha cambiado. En los años sesenta todo era muy libre y abierto, era de todos. En la actualidad está muy parcelado y lleno de cercas. Implicó un gran trabajo volver a esa naturaleza, pues hubo que quitar muchísimas cercas y buscar los lugares que estuvieran alejados del progreso y del comercio. Mas tuve la suerte de contar con un equipo que se comprometió muchísimo y que hizo una investigación muy seria. A lo que aspiramos era a que la gente de la región, cuando viera la película, dijera: eso es así, es auténtico. Era como si estuviéramos recreando el álbum familiar; de hecho, el vestuario se recreó con base en los álbumes familiares de la gente y muchas otras cosas están sacadas de ahí. La tarima del primer Festival de Vallenato la hizo la misma persona que construyó la original. Hubo una gran búsqueda de autenticidad, en todos los aspectos.

-Esta idea del acordeón con cuernos, del acordeón del diablo (del que incluso hay un documental), es parte de abundantes historias y mitologías del área caribeña.
-Realmente es una historia acumulada en muchas partes del mundo: en el blues, en el tango, en la música balcánica, se decía que Paganini le había vendido su alma al diablo; Y todas son variaciones del mito de Orfeo, del músico que enfrenta al diablo con su instrumento. Siento que la música es algo que no podemos entender y por eso le damos explicaciones sobrenaturales. Me atrajo la idea de que un mito tan universal se había convertido en algo tan local en Colombia, como la leyenda de Francisco el Hombre, un personaje real para la gente e incluso en este documental, El acordeón del diablo, se narra la historia; pero se nota que lo hizo un alemán, por falta de contexto: el músico es Francisco Rada, miembro de una gran dinastía y un músico extraordinario, pero cuando ya estaba senil su familia lo convenció de decir que era Francisco el Hombre porque eso era muy comercial. Pero no: el auténtico fue un juglar que se llamaba Francisco Moscote Guerra, que vivió en el siglo XIX y murió en los cuarenta. Ese mito me parecía muy interesante como punto de partida y decidí a partir de ahí construir algo más para contar una historia lo más local posible.

Pájaros en el acordeón
Más que una película en su filmografía, Los viajes del viento le representó a su director, Ciro Guerra, un proceso de vida, pues aunque creció rodeado de esa música y conoció a varios juglares -e incluso su padre era un gran aficionado al estilo tradicional-, recibió al crecer, como toda su generación, una gran influencia anglosajona del rock y del tecno, al mismo tiempo que un desprecio hacia lo colombiano por parte de la «juventud educada». El sueño, simplemente, era irse a Estados Unidos. Ahora, sin embargo, en la madurez, tanto él como sus contemporáneos buscan esas raíces en la música, las artes plásticas, el cine y la creación artística en general.

-¿Qué tan importante resultó el for-mato panorámico para narrar esta película? Porque no sólo es la historia de un juglar errante, sino también un descubrimiento visual, muy orgánico.
-La propuesta visual quería ser un reflejo de la manera en que el hombre de la región se relaciona con la naturaleza y cómo la música es una expresión de eso. Ellos le cantan a los elementos de su vida campesina, a la tierra, al aire, al viento, a la lluvia, a los animales. Incluso la técnica del acordeón surge de intentar imitar a los pájaros, de ahí surge la puya. La guacharaca es el nombre de un animal cuyo graznido se le semeja. Hay una relación profunda con el medio ambiente y conforme pasaba el tiempo me daba cuenta que la película sólo podría ser honesta en la medida en que reflejara esa relación y el plano panorámico era una manera de poner la música y al hombre en su contexto.

-¿Qué tanta variedad de músicas y lenguas incluyó en la película?
-Digamos que el hilo conductor es la música vallenata, pero también hay espacio para la música africana, el tambor y el idioma bantú, que es el de los palenques, las comunidades libres de cimarrones; se escucha también el ika, idioma de los indios arhuacos y su flauta; también la cumbia, pero sería imposible cubrir la música de esa región, se escucha un poquito y en pinceladas. Muchos antropólogos han establecido un paralelismo entre el río Mississippi y el Magdalena, pues los recorres y vas pasando por músicas diferentes: escuchas vallenato pero luego bullerengue, chandé, la cumbia en la región de Plata, luego se vuelve el porro en Córdoba, y a medida que el río se va ramificando tienes más y más música. Siento que en Colombia la música es la expresión fundamental del ser, de la identidad, la llave para entendernos: cada pueblo, por pequeño que sea, tiene su propio ritmo musical característico que lo identifica. (SRL)

Este artículo se publicó originalmente en la sección de cultura del diario El Financiero (22/VIII/2011).

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